A Melinda le gustaba robar de los cementerios. Nada importante ni valioso, cosas pequeñas. Minucias como las letras de metal desprendidas de las lápidas viejas. O trocitos de mármol sucio de los nichos, tal vez algún muñequito roto de los que adornaban las tumbas infantiles más antiguas y olvidadas. Cosas así.
Además sacaba fotos. Cuando podía, lo hacía con su vieja cámara Nikon de carrete, en blanco y negro. Si no, disimuladamente con el móvil.
Me arrastró con ella por todos los camposantos de la comarca. Llevábamos saliendo un tiempo y al principio la acompañaba a regañadientes, por agradarla. Luego me empezó a gustar. Siempre nos traíamos algún souvenir para su macabra colección.
Una vez, en un cementerio de una aldea en la sierra que creíamos abandonada, cogimos una pesada cruz de mármol gris sucio y desgastado que estaba caída junto a un sarcófago de piedra agrietado del que se había desprendido. La arrastramos, y cuando pasábamos trabajosamente con ella hacia la salida nos percatamos de la presencia de un ermitaño, solitario espectador de nuestro expolio, y que parecía del todo indiferente a él. La cargamos en el coche sin más.
Con el tiempo, las fotos, las visitas y el saqueo de tumbas a pequeña escala no eran suficientes, y buscando alternativas acudimos donde nuestro particular turismo del horror pudiera verse saciado. Primero, con la excusa de visitar Berlín, nos dejamos caer como destino obligado por el campo de concentración nazi de Sachsenhausen. No hubo hurto esta vez, salvo por algún boli de recepción. No fue posible. Sin el encanto de sacar fotos a escondidas como en los cementerios, pero con el morbazo añadido de estar a solas en la sala donde los doctores del Reich experimentaron con seres humanos y realizaron sus autopsias. Estaba todo muy bien conservado. Los barracones, la sala, la pila de lavado, la mesa de azulejo...resultaba tentador, comprobamos asombrados que no había la menor vigilancia en algunos de esos espacios. Las pintadas dementes de los prisioneros, sus murales, resultaban especialmente perturbadores, pero esa sala de las autopsias..era excitante.
Conmocionados y eufóricos por el efecto que tal lugar nos causó, no pudimos resistirnos a hacer una escala sorpresiva en Polonia. En un atolondrado viaje relámpago improvisado nos plantamos en Cracovia, y de ahí a la meca del horror genocida y la tortura: Auschwitz.
Con las manos pegadas a las vitrinas que nos separaban de codiciados fetiches, los observábamos con ojos ansiosos. Frágiles anteojos retorcidos, ropita de bebé, zapatos, maletas de cuero y madera con los datos de sus dueños escritos a tiza. Incluso cabellos y no pocas piernas ortopédicas de la época o muletas. Antiguas posesiones de los allí asesinados. Todo delante de nuestras narices y fuera de nuestro alcance. Los mirábamos como yonquis a su droga, como vampiros síquicos que quisieran absorber la energía vital que aquellos objetos desprendían. Era abrumador a una escala como no habíamos visto antes. Cuando pasamos del campo A de los barracones al campo nevado abierto de Birkenau, de tamaño mucho mayor pero en peor estado de conservación, nos desfogamos la frustración paseando a solas por los extremos del bosque donde quemaron vivos en piras a miles.
Nos deleitamos con la llanura que antes fue el lugar donde Mengele realizó sus descabelladas torturas, y cuando Melinda orinó en la nieve detrás del único barracón en buen estado de conservación, me excité sobremanera y no pude menos que abalanzarme sobre ella y montarla por detrás violentamente contra la pared del solitario edificio, mientras caía la penúltima nevada sobre una capa de hielo y tierra. Ella se dejó hacer, cómplice, y jadeamos descompasadamente unos breves momentos mientras imaginábamos el olor a carne quemada y la lluvia de ceniza que fue norma constante en aquel mismo lugar. No fue nuestro mejor encuentro, pero salimos contentos y satisfechos con la travesura.
Al tomar el avión de vuelta, no nos quitábamos de la cabeza aquella sala de autopsias de Sachsenhausen y su nulo control de vigilancia. Gastando más tiempo y dinero del que parecía ya prudente hicimos escala de vuelta de nuevo en Berlín y visitamos al día siguiente otra vez el campo. En esas fechas invernales no había prácticamente nadie. Lo hicimos sobre la mesa de azulejo blanco de las autopsias. Allá donde se abrieron en canal cientos de cuerpos humanos. Fue rápido, furioso y torpe. No pude dejar de reír todo el tiempo. Ella estaba más hermosa que nunca.
Un tiempo después de volver lo dejamos. Tal vez debimos hacerlo antes de tatuarnos ambos unos cráneos con nuestros nombres en la espalda.
Al principio, sin ella, parece que ya no prestaría más atención a los que habían sido nuestros hábitos. Sin embargo, sentía el gusanillo, y para matarlo, empecé a dar de vez en cuando algunos paseos por los jardines del tanatorio más cercano, a colarme en sus salas, a observar a los difuntos y a los que allí se congregaban por tristes circunstancias para ellos. También deambulaba brevemente por un cementerio próximo. En mi particular ruta por mantener vivo mi interés por la muerte me acerqué a la calle donde los abuelos de los niños asesinados aquel verano tenían su casa, sólo para ver las pintadas amenazadoras de sus vecinos y a los periodistas apostados en la puerta cámara en mano. Llegué a hacer senderismo hasta la parcela donde el padre de los críos los asesinó e incineró, sólo para quedarme ante la puerta observando el maltratado cordón policial, más pintadas de desprecio, y unas flores secas más docenas de peluches que muchos habían dejado en un altar improvisado con las fotos de los pequeños. Me dí cuenta que nada era suficiente para mí cuando me desvié poco después del camino diario al trabajo para pasar por el lugar donde un desesperado padre de familia de mi edad se había lanzado al vacío para acabar con todo, consiguiéndolo, esa misma mañana. Sólo quedaba nuevamente la cinta policial en el lugar del impacto fatal, adornado con algunas flores, carteles de recuerdo y una enorme mancha de sangre seca en el pavimento que no se había aún disuelto del todo por la limpieza. Me excité con la visión del rojo y pensando en Melinda. Volví amparado en la noche y la escasa iluminación del lugar para recostarme unos instantes en el pavimento donde la mancha permanecía. Estaba perdiendo el control.
Cuando llamé a Melinda, hace unos días, me contó que ha contactado con una especie de sociedad clandestina en Canadá. Un grupo heterogéneo de conductores anónimos que provocan y representan accidentes de tráfico de baja gravedad (aunque al parecer a veces se les va de las manos) como ejercicio erótico.
Me pasó algunos enlaces a videos de Youtube y una novela en la que parece se inspiraron para sus prácticas. Parece prometedor.
En la red se rumorea que algunos de los miembros de esos grupos ilegales que exploran los placeres de la nueva carne, de una nueva sexualidad basada en la recreación de la muerte y la mutilación, son también turistas sexuales ocasionales en países pobres de Asia o incluso asesinos en serie que realizan excursiones grupales impunes a Ciudad Juárez. Elementos que aún me resultan inmorales. Aún.
Imagino que hay mucho de leyenda urbana en todo ello.
Melinda me ha pedido que la acompañe a un encuentro con esa gente. Para participar en la orgía automovilística es aconsejable saber conducir, y yo no sé. Parece buen momento para aprender.
J.A.Santiago