Harald Petrova caminaba con paso firme y acelerado hacia casa. Estaba decidido. Llevaba la tablet en su funda de mano, guardada tras leer las últimas noticias, que habían acabado con la poca paciencia que le quedaba. El mundo se había vuelto loco, desde hacía mucho en realidad, pero sin duda estaba tocando fondo.
La pedofilia era ya una práctica social aceptada, con la boca pequeña y públicamente a regañadientes, aunque cada vez con menos reticencia y mayor insolencia y cinismo. Décadas atrás, el destape de cientos, incluso miles de casos en la iglesia católica primero, y en el resto de organizaciones religiosas de las grandes confesiones después habían producido un shock importante, pero estas se enrocaron en su inmovilismo, y unido esto a la deplorable situación moral de la civilización global, ganaron el pulso legal y ético que echaron a la humanidad. Harald sabía que no nos dimos cuenta entonces, pero terminó pasándonos factura, provocando a largo plazo un derrumbe total de nuestras almas y esperanzas. El mundo se volvió mucho más oscuro. Vendimos a nuestros hijos por nada.
Luego, potentes estados islámicos tribales que pasaban en su economía de la edad media al siglo XXI en lo tecnológico, adaptaban sus "nuevas" leyes a sus deplorables usos y fueron los primeros en dar el paso de legalizar oficial y oficiosamente el uso y abuso de menores a nivel internacional.
La población occidental, aparentemente escandalizada en primera instancia, seguía su camino de insensibilización sin mayor problema. La población votante no reclamaba realmente medidas drásticas para atajar su decadencia, inmersa en otros problemas en teoría más acuciantes, y seamos sinceros, porque cada vez un mayor número de personas practicaban anónimamente por internet aquellas acciones que por otros medios y públicamente les hubieran resultado inimaginables.
Los foros de pedófilos salieron poco a poco del armario de la profunda internet, Google y las redes sociales los incorporaron cada vez más abiertamente y la explotación laboral de los menores ayudó a crear un clima de inhumanidad general.
Harald había sido un espectador impotente de toda aquella debacle sacada de quicio en pocos años. Pero no era sólo ese clima enrarecido y cruel el que le había dado la determinación para su incursión. Era la gota que colmaba el vaso, que se había ido llenando poco a poco, eso sí, pero su razón era más extraña tal vez, y personal.
Desde la ruptura se había ido aislando cada vez más, y debido al asco que los nuevos usos sociales le despertaban, no tenía intención de abrirse con nadie más. Tal vez por eso una idea le había estado rondando desde que abrió el vórtice en el sótano de su propia casa. Tenía un adosado de casi un siglo de antigüedad en el barrio antiguo, de dos plantas más desván y sótano, heredado de su familia. En completa soledad sus estudios de matemática cuántica temporal habían dado sus frutos y desarrolló lo que llamó un vórtice temporal empático.
Esta nueva posibilidad de viajar al pasado e intentar cambiar algún hecho concreto en las medidas de sus posibilidades le hizo mirarlo todo desde otro ángulo. No podía cambiar el curso de los acontecimientos mundiales, ni sabía cómo. Pero tal vez Sí podía cambiar un acto puntual, tal vez podía salvarla.
Un año antes Harald terminó con una relación de cinco años. Desde entonces había estado sufriendo lamentándose porque todo hubiera sido diferente. Estaba convencido de que no tuvo otra opción, pero continuaba decepcionado con el devenir de los acontecimientos.
La quería cuando se marchó, pero no pudo aguantar más.
Cuando ella, aún juntos, le contó inesperadamente pocos meses antes de la ruptura aquel episodio de su niñez, él se explicó de golpe muchos de los problemas que la aquejaban y que estaban afectando su relación. Entre lágrimas le contó que con nueve años un desconocido la atrapó mientras jugaba en un pasaje cubierto junto a su casa con otra niña y la manoseó, la sujetó con fuerza mientras trataba de zafarse de él y le apartó la braguitas bajo la falda hasta introducirle con fuerza dos dedos en la vagina. Fueron apenas unos instantes tras los que pudo escabullirse gracias a los gritos de su compañera de juegos, según se lo describió, pero eternos y marcados a fuego en su memoria, ánimo y desarrollo emocional posterior. Jamás lo habló con nadie antes según ella y pactó con su pequeña amiga, con la que perdió contacto poco después, no contarlo jamás. No volvió a ver a aquel canalla ni sabría reconocerlo ya que la cogió por detrás y desapareció para siempre.
Pero aquella confesión de aquel decisivo trauma no sirvió para salvarles del naufragio. Harald se esforzó todo lo que pudo, hasta que no le fue posible otra cosa sino marcharse, enamorado pero hundido por un magma de atropellos, engaños y resentimientos.
Y sin embargo, desde que el vórtice hizo acto de presencia, le había estado dando vueltas al asunto. Tal vez nunca tendrían una segunda oportunidad, probablemente era ya demasiado tarde para eso. Pero.. ¿y si ella sí tuviera la oportunidad de ser otra persona?¿Y si pudiera al menos evitarle aquello que le contó, aquel trauma devastador?
Así que, tras rumiarlo lentamente durante meses, en los que había practicado con el vórtice, realizando pequeñas incursiones inocuas de minutos en el pasado más reciente, aquellas indignantes noticias de la mañana que hablaban de una despenalización prácticamente consumada de los abusos a niños, le habían resuelto ha intentarlo de una vez.
Entró en casa decidido, bajó al sótano y activó el vórtice. Recordaba todos los detalles de su esclarecedora conversación de hacía año y medio aproximado con su ex, pero aunque desconocía el día y hora exactos y otros detalles del aberrante suceso, sí conocía lo suficiente para que el vórtice, guiado por sus pautas mentales, encontrara el evento en cuestión y lo vinculara a su persona como uniendo dos puntos distantes en un gran mapa galáctico.
Al cruzarlo, se notó acalorado por un súbito clima primaveral y un agradable aire cálido. Parecía primera hora de la tarde, y estaba en una calle peatonal, junto a un pequeño parque. Estaba solo.
Dos niñas rubias aparecieron detrás de la esquina, corriendo entre risas y jugando a algo inexplicable, casi persiguiéndose. Se paraban y se seguían, se remeaban y gruñían, ajenas a él. La reconoció al instante.
No sólo porque había visto hace mucho fotos de ella a esas edad, sino por sus rasgos inconfundibles, aún incluso a tan temprana edad. Esos ojos verdes azulados, enormes, que se comían el mundo, y el pelo rubio claro, casi blanco y brillante.
Mientras las seguía con disimulo, esperando haber acertado en el momento correcto para que apareciera aquel indeseable e impedir su salvajada a base de hostias si era preciso con el puño americano que guardaba en la chaqueta, se vio observándola, cada vez más ensimismado. Así, en movimiento, sus ademanes le parecían más reconocibles. Tal vez fuera su imaginación, pero parecía que algo se le estaba removiendo en el interior. Las emociones, los sentimientos, que ya creía sepultados tras un año de distanciamiento, volvieron a agolparse desde su estómago, su pecho y su cabeza, como un dolor malsano.
Intentó, como cuando estaba con ella, que los buenos recuerdos primaran en su ánimo y ser positivo, mantenerse alerta y concentrado, pero las malas experiencias, demasiadas y demasiado dolorosas empezaron a hacer mella y ofuscarle. Era extraño asociar a aquella niña con las humillaciones, vejaciones y malos tratos a los que ella lo había sometido, y sin embargo el rencor se iba apoderando él por minutos.
No se lo esperaba. Estaba allí con las mejores intenciones, pero se daba ahora cuenta que sólo intentaba confirmar las absurdas razones que había inventado para justificar el cruel comportamiento de ella durante nada menos que cinco años. Reflexionaba con dificultad, cada vez más presa de una súbita rabia, pero veía por fin con claridad que se había engañado queriendo creer en ella como quiso creer en sus mentiras desde hace tanto.
Sentimientos encontrados, cada vez más oscuros, le flagelaban entre el deseo y el despecho ante la visión de aquella niña que no merecía una nueva vida ni segundas oportunidades.
Recordaba su tacto de mujer joven y suave, sus momentos íntimos, y cada vez le resultaba más doloroso. Una necesidad no de proteger sino de dañar, de hacerle pagar, se fue adueñando de él. Nadie sabía que estaba ahí, nadie conocía el vórtice. Se había sentido Nada al lado de ella, hundido y sin autoestima, se había sentido basura. Ahora tenía el control.
La seguía aún lentamente, pero comenzó a acelerar el paso cuando las niñas se adentraron en un pasaje cubierto distraídas con sus gritos y juegos. No había nadie más allí. Harald Petrova sacó la manos de los bolsillos y se adentró en las sombras a su encuentro.
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