En los cómics, de vez en cuando hay que dar un meneo. Un vuelco a las historias, que parezca que todo es posible y los lectores no se aburran de unos personajes acomodados en un estado vital.
En mi me pasa igual. A veces es la vida la que me zarandea, otras soy yo el que le da un empujón para que me lo devuelva más fuerte.
Hace más de seis años, viví los días en el camino a Santiago como un leve temblor vital, que iría creciendo conforme la breve aventura terminara. Ya sabéis, el Camino no termina en Santiago, empieza en Santiago, y todo eso.
Después un varapalo tras otro endurecerían la coraza zen que yo ya estaba dispuesto a enfundarme sin demasiada provocación, aislándome más y más de mis emociones , como un peculiar ritual Vulcaniano autista. Incluso llegué a censurar del mundo aquello que pudiera afectarme; me hice sordo a la música para no evocar sentimientos perdidos, ciego al cine que pudiera conmoverme, desinteresado en los libros que tocaran alguna fibra sensible.
Filtré la realidad a través de unas viñetas que la simplificaran y la hicieran mía, como un ingenioso hidalgo de lanza en astillero.
Pero oía los ruidos. Ecos sordos, golpes desde el exterior en mi coraza, en la puerta del pasillo exterior. El nivel de las aguas subía, esperando.
Y me encontré tan muerto por dentro que tuve que revivirme a golpes de electroshock, hasta que el agua se filtrara a través de las junturas y echara abajo la puerta, desbordando con la furia de la vida un cauce antes seco.
¿Tiene esto algún sentido? ¿Exagero?
Me dejé seducir por el atractivo de lolita de unas niñas mal, luego me enamoré, viví la vida egoístamente y dándolo todo, centrado en el presente pero no como antes, y nunca jamás estuve a la altura.
Pasé por todos los colores del espectro emocional, amor, ira, esperanza, piedad, avaricia, miedo..
Me dí un vuelco y la vida me devolvió el empujón tirándome al suelo y haciéndome rodar. Me quedaron cicatrices. Y se lo agradecí.
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