Soy un niño de la postguerra. La de Vietnam.
Nací cuando las excavadoras se tomaron en serio al fin la deforestación del Amazonas. Cuando murió el programa Apollo y los sueños de salir ahí fuera. Nací a punto para la era Reagan.
Crecí con el agujero en la capa de ozono, bajo la amenaza de un Apocalipsis atómico accidental o voluntario en la última partida de la guerra fría. Crecí más con la estigmatización oficial del tercer mundo y sus masacres, hambrunas e invasiones, mirando a los ojos a una niña agonizante hundida hasta la barbilla en un charco por la catástrofe. Seguí creciendo con el recuerdo de Chernobil y el Challenger, con la pantalla verde de los bombardeos de un arrogante nuevo orden mundial que desembocaría una década después en terrorismo global y guerra permanente. Crecí con el paro, conviví de niño con su desesperación.
Era casi un hombre cuando volvieron los campos de concentración a Europa y los genocidios se intensificaron en África. Miss Sarajevo era algo mayor que yo, y mucho más valiente. Ahora me parece una niña que no creció.
Ya era mayor y sabía lo que era trabajar y tener un empleo hacía años cuando la enorme corrupción habitual decidió que era el momento de echar el telón que descubriera su máscara de maldad, la que no veíamos desde antes de nacer mis padres, pero que se intuía desde décadas atrás.
Nací cuando todo esto empezó a fraguarse, a cocinarse a fuego lento. Ahora da sus frutos y estoy preparado, crecí con la idea que Spielberg nos inculcó de que hay vida ahí fuera y que por el momento tendrán que ser ellos los que vengan aquí. Estoy listo para el Apocalipsis, y sé que No es así como el mundo acaba.
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