Sentado en el suelo del bulevar pensaba cómo había llegado hasta allí. La acampada de los indignados duraba ya algunas semanas y hasta ahora había compensado mi indiferencia con algún favor ocasional a algún amiguete o conocido que se había tomado aquella iniciativa ciudadana en serio desde el principio. Por mi parte, me daba igual, pensaba que algún día recordaría los años de la crisis mundial y la recesión como los más felices de mi vida. A mis treinta y pocos, me identificaba más con un crío africano de esos que sonríen tanto en televisión aunque vivan en la miseria de una guerra perpetua o como un adolescente despreocupado de la postguerra española de las historietas populares de padres y abuelos.
Sin embargo, cuando parecía que la concentración comenzaba su rápida decadencia tras las elecciones de mayo, yo llevaba durmiendo allí dos noches junto a ella. Conocí a Pristina hará unos cinco años, cuando ella apenas superaba la adolescencia y había dejado los estudios para trabajar en una pequeña cafetería de polígono industrial. Encandilaba a los curtidos clientes con su juventud, y quizás porque llegamos a ese extrarradio al mismo tiempo (yo empecé a trabajar en uno de aquellos negocios) o porque nuestra diferencia de edad no era tan exagerada como la que tenía con el resto de la parroquia habitual, conectamos enseguida.
Durante meses fui otro de los habituales en el bar para mis desayunos, copas y en ocasiones almuerzos y cenas. Charlábamos y charlábamos, mientras me encandilaba con su habilidad para liar el tabaco mientras le salía coca cola de la nariz por una carcajada inesperada mientras bebía. Salimos alguna vez, me presentó a sus amigos, traté especialmente con una amiga suya que cantaba cuando podía en grupos y orquestas y terminaría triunfando pocos años después en un show televisivo para artistas noveles, pero eso es otra historia. El caso es que Pristina me gustaba mucho. Tenía su número en mi agenda guardado como Pristina la Hippie incluso hasta cuando ya supe su apellido. Siempre ha sido un poco perroflauta. La recuerdo tomando el sol en la terracita del bar aprendiendo a volear sus cariocas. Unos meses después, con buen criterio, dejó el trabajo y volvió a estudiar. Salvo al principio, perdimos el contacto casi totalmente, y al cabo de algunos años sólo hablábamos muy esporádicamente por el chat de la red social y poco más.
Hasta la pasada feria del libro de este mes. Yo cambié de empleo un par de veces desde que perdimos el contacto y ahora estaba esporádicamente vendiendo libros en un stand del bulevar, unos días antes de que estallara el comienzo de la insurrección pacífica de mayo. Y abriendo mi chiringuito un día mas del ya último fin de semana de la feria, me doy la vuelta y la veo allí, como una aparición. Llevaba un estandarte que le sacaba dos cabezas y lo usaba como bastón de apoyo con su mano derecha. Iba vestida de noble patricia de la era romana, de blanco. Sus rizos morenos descansaban sobre su cuello y hombros casi desnudos mientras la vaporosa túnica realzaba sus esbeltas proporciones y su prominente pecho, generoso, asomaba abultado por un escote sujeto por cordeles. Su piel de tono oscuro contrastaba con la claridad de su atuendo, y sin embargo el conjunto le quedaba francamente bien. Lo vestía con naturalidad. La sorpresa de verla así y el sol que se filtraba desde su espalda y bajo sus faldas le conferían un aspecto como de hada aparecida, demasiado carnal para resultar fantasmal. Tenía en la otra mano un pergamino que parecía tenderme cuando se quedó quieta y su habitual sonrisa pícara se formó en los labios carnosos y atractivos. Por sus ojos almendrados me dí cuenta de que me había reconocido.
Estaba trabajando como chica-anuncio, promocionando allí mismo durante un par de días una nueva novela histórica sobre la colonia romana de Hispania, y repartiendo cuidados folletos con forma de pergamino que llevaba enganchados al estandarte-cartel en una cestita.
Pasamos aquellos dos días poniéndonos al día, desayunando y almorzando juntos, pasando el rato en la feria del libro. Había terminado con sus estudios recientemente y trabajaba en lo que podía. Seguía tan hippie como siempre. Sonreí cuando la vi sacar de nuevo su bolsita de tabaco para liar apoyada en la puerta de mi stand ataviada aún de romana. Algún nuevo tatuaje en su espalda destacaba en su túnica abierta, y cuando terminaba la jornada se colocaba un pequeño piercing en la nariz que no le recordaba.
Me contó que su amiga la ahora folclórica precoz de éxito había dejado un hueco en algunos grupos de aficionados cuando se marchó a hacer giras con la tele y a ella le picó el gusanillo, así que cantaba con ellos siempre que podía (rollo fusión flamenca-reggae, no podía ser de otra manera) y hasta habían grabado un disquito que me regaló orgullosa. Era un pequeño libreto autoeditado con poemitas, dibujos y el cd en cuestión, muy mono. Y no tenía novio. El caso es que el último día de trabajo para ambos se marchaba brevemente unos días con su grupo a algunos pueblos a hacer unos bolos. Tal vez nos viéramos después, aunque sospeché que no sería así.
El caso es que cuando, semanas más tarde, la acampada de los manifestantes, en aquel mismo bulevar donde celebráramos nuestro reencuentro, llevaba ya tiempo asentada y parecía tocar pronto a su fin, pasé por allí deteniéndome únicamente a saludar a algún conocido cuando la vi en mitad de la plaza, ensayando con sus cariocas de nuevo como hiciera años antes (igual de torpemente) junto a la fuente.
Y allí me quedé. Sí, por una chica, otra vez, a mi edad. Me dejé convencer por ella con asumida falsa facilidad, sin creer en casi nada de lo que me contaba que era tan importante, pero lo hice por ella. Cuando compartíamos saco de dormir la primera noche pensé que eso ya era suficiente buena razón para quedarme allí un ratito, y mientras ella dormía sobre el suelo de losas como si fuera un colchón de plumas, me justificaba imaginando que estaba allí haciendo el tonto por alguna buena razón. Tal vez para protegerla, ya que las amenazas de un desalojo violento eran cada vez mayores tras la ascensión al poder local de una mayoría conservadora que había perdido repentinamente los escrúpulos que mostró durante la campaña electoral para con los manifestantes descontentos. En mi profundidad ideológica, lo más relevante para mi de aquellas elecciones municipales era lo gracioso del caprichoso parecido del nuevo alcalde electo con Norman Osborn,...el malo de Spiderman,...el Duende Verde, ese. El de los cómics, sí.
O tal vez también quería creer que me quedaba con ella porque no me comprometía con sus ideas ingenuas pero creía en ella, en su valentía, en su idealismo, en su bondad, que me hubiera gustado compartir. El caso es que seguramente sólo estaba allí porque tenía miedo de que se enamorase de algún hippie idealista que tendría con Pristina mucho más en común de lo que yo tendré nunca.
La mañana después de nuestra segunda noche juntos en la acampada, se produjo el tan temido desalojo. Al principio, todo estaba tranquilo, yo estaba sentado en el suelo tomando un café en un vaso de plástico pensando en ducharme, o mejor, en ducharnos juntos, mirando a Pris subida a una mesa vestida con la indumentaria ideal para la danza del vientre que ejecutaba al son de las palmas de algunos concentrados entretenidos con sus contoneos matinales. Otro talento seductor más. El caso es que sin previo aviso, ocurrió lo que resultaba extrañísimo y del todo inesperado, puede que esa fuera la intención debido a nuestro ya reducido número: una sola furgoneta de antidisturbios irrumpió sin activar la sirena entre los sacos de dormir apilados del bulevar, de los que un perrillo salió disparado ladrando aterrado unos los policías bajaron del vehículo gritando, comenzando a repartir empujones y cachiporrazos sin dar oportunidad de hacerse entender y disolvernos obedientemente y en orden (yo al menos les habría entregado mi rendición incondicional por escrito).
Todo sucede muy rápido, y apenas me he levantado del suelo cuando veo a dos nacionales llegar hasta la mesa donde Pristina continuaba de pie, aunque ahora inmóvil, sorprendida por el espectáculo, y alzar amenazadores las porras reglamentarias. No lo pienso en absoluto (mejor no pensar en lo que aquello podía escocer y doler) cuando me pongo entre los agentes y ella, llevándome dos sonoros (sobretodo en mis costillas) golpetazos que me dejan sin aliento. Cuando uno de los policías va a propinar una patada a la mesa para tirar a Pris al suelo, con el considerable daño que puede eso provocarle, la veo volar -saltó antes- por encima de mi cabeza y propinar un violentísimo rodillazo a uno de ellos en la su visera protectora, tumbándolo. Cuando llega con precisión al suelo, Pris se girá como Catwoman y le mete un doloroso codazo en la nuez al otro poli que ya levantaba de nuevo su garrote en mi dirección. Yo la miro boquiabierto, sin tomar aire aun, y la veo ejecutar tan gráciles y fantásticos movimientos como en cámara lenta, casi con música de fondo (más bien pitido de oídos) y todo. Su pecho sensual se bambolea con elegancia al tiempo que su pelo describe arcos que subrayan la repentina determinación de su mirada. Está más impresionante que Lara Croft en la más inverosímil de sus volteretas. Y yo vi en persona a Lara Croft, ojo. No, no a Angelina Jolie, sino a una más auténtica, o todo lo real que puede ser. Hace unos quince años en la feria de la informática de Madrid fui espectador de la surreal actuación musical de la hermosa Rhona Mitra, cuando era una de las primeras modelos promocionales de los videojuegos de entonces de Tomb Raider. Intentaba también una incipiente carrera musical apoyándose en tal personaje (sí, le compré el disco, melodías electropop inspiradas en los niveles del juego) antes de consolidarse años más tarde como actriz de culto en films de serie B. Pero me desvío del tema, os hablaba de la sorprendente Pristina y su giro a la violencia desatada de superheroína.
Tras tumbar a los dos antidisturbios y ante la desbandada general, me agarró de la mano y me arrastré como pude tras ella hasta refugiarnos en un bar cercano algunas calles más abajo. Estaba claro que mi sueño revolucionario a su lado había terminado. Cuando recuperé el resuello y la contemplé tan tranquila y sonriente como siempre, liándose uno de sus cigarrillos y vestida con sus ropas de danzarina del vientre, le espeto cómo diablos ha sido capaz de aquella hazaña (y de rescatarme dejando en tal mal lugar mi virilidad, pienso) y me contesta como distraida :"-ah,¿No te había contado ya que doy clases de Muay Tai y Full Contact?, creía que sí, ..¡¡ Se me dan muy bien !! aunque el contact es muy como de los 90 ya..."
Vaya si se le daba bien, caray. Si me lo había dicho no debía prestarle mucha atención, debía estar distraído con su escote o algo así.
Añadió: "-Mañana tengo clase en el gimnasio, ya estarás menos dolorido de los golpes ¿Te vienes conmigo y te apuntas?"
"-Eh, ay, esto, Claro, ¿Por que no?" respondí con cara de bobo asfixiado...y ya, había vuelto a hacerlo, otra vez, de nuevo, a mi edad...
VOLVERÉIS, de Jonás Trueba
Hace 1 mes
No hay comentarios:
Publicar un comentario