miércoles, 6 de octubre de 2010

EL VELOCISTA

Se quedó clavado. Inmovil en el sitio. Como un pasmarote. Sólo un instante antes iba a dar el primer paso para bajar por las escaleras del metro. Las que le sacarían de allí, las que le pondrían a salvo. No tenía que hacer nada más. Ni hablar con nadie de la multitud que le rodeaba en el centro de Madrid, entre la pompa y la confusión de la celebración de aquel día de primavera. Y sin embargo, su mano le traicionó, amparada por un brazo cómplice que sin que él lo quisiera se había extendido hasta la muy cercana barandilla a su espalda y había aferrado el metal saliente como un niño pequeño que se resiste a abandonar el lugar en una rabieta.
Sus ojos, clavados en el acceso de la estación al final de la escalera. La gente entraba y salía continuamente de allí, ignorándole en el tráfico continuo de media tarde de aquel día especial. Fue quizás solo un instante, pero le resulto eterno, consciente de que era decisivo y quizás el último, y que no lo iba a entregar a la reflexión o a pensárselo dos veces porque su cuerpo había decidido ya por él. Apenas pudo lamentarse y maldecir con un sentido pestañeo cuando se dio la vuelta con celeridad y sólo entonces soltando su presa de hierro forjado se lanzó en una carrera desbocada en dirección opuesta a la que había tomado unos momentos antes.
Las personas eran sólo obstáculos a esquivar y superar, los objetos apenas borrones, y eso que su percepción comenzó a intensificarse por efectos de la adrenalina que se había disparado en su organismo.
No le importaba una mierda aquel atentado, ni la política, ni las consecuencias que pudiera tener en un mundo de continuas repercusiones, y sin embargo en su pecho un resorte se había disparado, algo se rompía, había encontrado un límite donde trazar su línea en la arena, al menos su estómago lo había hecho.
Salvar la vida de aquel responsable público prepotente y corrupto no le hacía la menor gracia, y el mundo se había ganado el irse al carajo hacía mucho. No podía ni encauzar su propia vida, ¿como diablos iba a pretender implicarse en aquel galimatías de sociedad que tan poco le interesaba y tanto parecía interesarse en regodear su propia estupidez?.
Y sin embargo, corría. Estaba corriendo como si la vida le fuera en ello. Probablemente para perderla. Porque había descubierto hace apenas un instante que él también era estúpido, lo bastante como para que le importase la tontería de que todo su país (..su país, menuda gilipollez) fuera puesto de rodillas. En realidad, aquello no debía ser tan relevante, otro escupitajo más en la cara de todos, revestido posteriormente de hipocresía y tapado de intereses egoístas. Nadie montaría una guerra (afortunadamente) por aquello, a no ser que tuviera algo que sacar del conflicto. Y sin embargo, una idea se colaba como un mal virus invasor entre la fuerte respiración de su correr salvaje. Equilibrar la balanza. Siempre pensó que toda buena obra tiene su castigo, y ésta no sería una excepción, pero entre tanta mierda una sola acción desinteresada, por inútil que pudiera resultar podría tal vez hacer que algo valiera la pena.
Al menos para él. El mundo se derrumbaba a su alrededor, lo mismo era su vida lo que se derrumbaba y el mundo era normal en su caos genocida.
El próximo gran meteoro podría estrellarse tranquilo contra la Tierra en unos millones de años, porque aquella maldita especie de capullos habría estado tan ocupada jodiéndose que se extinguiría tan fácilmente como los dinosaurios, pero rodeándose de pedanterías y lamentaciones sentidas.
Y sin embargo, sin saber porqué, corría a recibir una bala que era para otro hombre, que probablemente incluso se la merecía.

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